martes, 3 de noviembre de 2009

Oh!


Entonces se despertó, descubrió que era de noche, noche cerrada, y alguien había bajado las persianas del cuarto.

Ella yacía hecha un ovillo, encerrada entre todas las sábanas, o eso él creía, cerca del otro borde de la cama. Por suerte el amasijo de ropa, toallas y albornoces envolvía de suavidad el suelo, sintiéndose a veces como alfombrilla de baño, como césped de rocío, o como revista (escondiendo algún resto líquido de cocina).

Otro escalofrío recorrió su cuerpo desnudo. Ahora entendía porque hacia frío en la oscuridad, ¡se dejó la ventana abierta! Oía a su compañero de sueño trastabillar por el cuarto, palpando y tropezando, ora resbalando, ora saltando para evitar cualquier obstáculo intuido. Sabía que iba a marcharse, era inevitable, así que se consoló apretándose contra las sábanas, y fingió ser dormido, respirando pausada y repetidamente, por instinto teatral.




Algo le decía que debía irse, un extraño pensamiento que recorría su cuerpo con punzadas nerviosas y una palabra definida: “Vete”. Buscaba afanosamente su ropa, ¡oh! Su pantalón andaba bajo la cama, ¡oh! Su camiseta junto a su chaqueta (dentro de ella, suerte era) sobre una mesa pegajosa, y dios sabe que derramarían sobre ella para que estuviera así, y esto es un tacón, no un zapato… Pronto oyó aquella palabra por todas partes, “vete, vete, vete”.

Sonaba en cada paso, suave y seco, en el roce de los pantalones trepado por sus muslos. En los golpecitos dulces en la madera o el armario, buscando restos de ropa ciega, con un mínimo de orientación. ¡Pero seguía sin irse! Y ella apretaba tan fuerte las mantas que comenzaba a dolerle las manos. Ya era una absoluta bola, y temblaba de la fuerza que proyectaba su rabia, creciente, pero disuelta por una lenta respiración reiterada, fingida, ayudando sin quererlo al sueño.

“Clac”, había cerrado la ventana.

El frío que discurría por sus bronquios, sus pulmones, sus venas, se fue volando, y retornó con un tibio olor sudado, a alcohol también, y a perfume dulce. Su sabor, húmedo, era menos amargo, no tan amanecido, más nocturno.

“Vete, por favor, quédate”

Un zapato, dos zapatos. Se ató las cordoneras y acarició con primor el cuero negro que adornaba su calzado, elegante pero grueso, ideal para elegantes largas caminatas. “Ya está”, ahora debía darse prisa, serían las seis, y a tres manzanas queda la parada que debe de traer el bus de su barrio, doliéndole todo el cuerpo.

“Sigue ahí, ¿por qué no se marchará? Se ha sentado en la cama, ha hecho algo y está quieto, como una piedra, sin respirar si quiera”

Luego desayunaría, bueno, eso antes de irse a dormir, pues luego será tarde. Luego una ducha y algo de comer, ya vería que hacer de tarde…

“No lo entiendo. Está vestido, ¿pensará en lo de anoche? Estará cansado, pobrecito”

Se derretía en sudor, tanto que su mente parecía diluirse. Se dejo caer sobre el colchón mojado, salado, como esa arena de playa que siempre rompe con las olas. Todo se mecía en el balanceo, una barca a la deriva a rumbo de viento azaroso, temido por ella… Tan recogida, tan apretada, tan… despierta. Claro que estaba despierta, quien sabe esperando qué, o por qué.

“Se ha acostado, quizá se quede. Y quizás podríamos desayunar juntos, luego, dar un paseíto, ir al retiro. Me gustaría saber de que trabaja, por lo menos, saber si le gusta el café templado a media mañana, o si hace ejercicio, o si sale mucho, o si tiene muchos amigos, o mucha familia”

Ella tiritaba, no era extraño, seguía haciendo un frío horrible, como si el rocío se tornara travieso por efectos del alcohol y se colara por las rendijas blancas de la persiana para acosarles. Sabía que despertaba, pobrecita, tiene la mejilla helada…

“No me toques, vete, por favor, quédate, abrázame”

No podía permitir que pasara frío, se agazapó a ella. Tomó sus manos, que sobresalían del frágil caparazón blanco, y se enredó en sus cabellos rojos hasta rozarle la nuca, apretándose a su cuerpo, sintiendo poco a poco como su corazón despertaba, como la sangre brotaba por su interior de nuevo, regresando el calor imbuido de la humedad y el licor vaporoso de aquel microclima único del cuarto. Habiendo restituido la vida, se levantó sonriente, esto ya era otra cosa, y miró acostumbrado al fin a la ventana, a la puerta, a la cama, y a la ventana otra vez.


Sus pasos volaban hacía la puerta, tan ligeros, como si el rectángulo pardo de madera destruye el centro de gravedad, haciéndole flotar poco a poco.


Un haz de luz destruyó todos los ecosistemas del cuarto, ¡no podía permitirlo! Nunca quiso él perder la magia, la negrura azul… Y de pronto se vio fuera, y al fondo a la derecha quedaba el portón de la entrada. De la noche a la mañana las fotos desconocidas en consolas pardas, los cuadros de Monet y de otros genios de pincelada suelta y recuerdo ligero, las estanterías negras de metal austero llenas de libros innombrables, seguían sin tener sentido.


Se había ido, le había abandonado definitivamente. Ahora no podía apretarse más en su ovillo circular, pero tampoco soltarse, apenas respirando, sin apretar los ojos en sopor de verdad, pero sin sueño, sintiendo la seda pegada a la espalda, y el corazón latiendo intenso. Todo desapareció, se lo tragó la luz, y en la retornada oscuridad todo eran ruidos extraños, criaturas acechantes, referencias difusas de sombras que amenazaban con formas monstruosas, que a ella hicieron temblar. Pero mientras las aguas crecían y amenazaban el devenir de su barca, un olor difuso de perfume dulce, de alcohol sudado, un peso sentido misteriosamente sobre el alma.

Con gran esfuerzo, alzó el brazo, y descubrió el roce del cuero de la chaqueta, que difuminaba las esporas nocturnas por todos lados, y brilló como un faro en la lejanía del mar embravecido.

En otra dimensión, alguien gritaba, “¡taxi!”, disolviéndose en el asfalto a cero grados de la mañana.



No hay comentarios:

Publicar un comentario

 
Febrero 2008 | Diseñado por anita