martes, 22 de diciembre de 2009

ESPIRAL (Parte Primera)


La luna se reflejaba en las aguas calmas del río. Solo algún coche sobre el puente difuso manchó de tanto en tanto la línea singular entre el borde del agua y la tierra, las piedrecitas, las rocas redondas y los árboles, observando a cierta distancia. El agua viaja lenta y danza con los reflejos, al compás del frío aire nocturno. El espíritu tiritando se lamentó haber olvidado una manta, un abrigo, algo, pues gélido era el muro que sostenía la carretera, fina la orilla y hostil el puente, atacando con oleadas de aires y humos a través de sus ojos, a todo rostro escasamente protegido.

La luna menguante temblaba de placer en el cielo. “Parece una tajada de Melón”, pensó, divertido, el fumador maduro. Elegantemente se parapetaba en la ventana del salón, encendiendo, o intentándolo al menos, un cigarro de tabaco rubio. Adoraba aquellos momentos de calma, viendo lejos las luces de los pueblos y a sus  pies la calle, lejos. Luego debería cenar algo, suponiendo que tuviera hambre, abrir su correo electrónico y escribirle a su socio, repasar la cotización de la bolsa, ignorar la TV gris-plata y dormir mal en su cama enorme y carcelaria. Mañana debería acercase a la oficina a hablar con sus compañero, a saludar a los subordinados, a recoger los pasajes a Madrid que la secretaria tímida debiera haber encargado, tomarlos de su mano temblorosa que mira de reojo, y sonríe de vez en cuando, partir en busca del negocio, ver a Ana una tarde, y después otro cigarrillo en la ventana…

Las farolas de Blasco Ibáñez duermen poco, y mal, desde siempre. Cuando ella caminaba por sus aceras grises, intercalando parques, fuentes, gentes paradas pasando el rato en sus rincones, gentes que les evitan, autos, buses, jóvenes quemando la vida y recatos que observan y vigilan, ella misma, y se hizo de noche. Pasando horas sentada a la orilla de la estación, del Cabanyal, se mesó un tanto los cabellos rojos en busca de una brizna de color pasa sus manos. Este pensamiento le hacía gracia, pero siempre se ponía triste al ver sus manos tan blancas, y ver sus venas en sus brazos, y cicatrices alargadas de cocinar despistada, y bello ligero paseando con un viento en miniatura. Odiaba los bancos, al menos esa noche, y se sentó en el suelo no demasiado cerca de las puertas acristaladas de la estación, a ver pasar los coches y las gentes que se pierden calle arriba. Al rato se cerró la noche, como era de esperar, tañendo su compás helado; y decidió ella, extrañamente divertida, que se quedaría allí hasta resfriarse, y así mañana sus amigos la mimarían.

Entonces comenzó a sentirse mareado, se dormía, y el puente no cejaba en su empeñó de destrozarle la salud, y la Luna menguante era ya un grito, y el dúo del viento y los coches pasando en la madrugada le absorbía, hasta que pronto dejó de ser el mismo. Donde el río era oscuro, el reflejo de un rostro níveo le llamaba, con voz su opaca, suave y resonante. Se introduje dentro de su boca suavemente, sintiéndose el clímax de un beso gigante entre la nieve y el asfalto, y se mecía como lenguas entrelazadas, una gris, otra blanca. Pronto el placer terminó, no podía moverse, y se deshizo en dos, y su mente voló dentro de la boca alba.

Ya se había fumado tres cigarros, y tosiendo buscó comida en su nevera plateada. Sería la madrugada y cuarto en la cocina, sin sueño ni hambre, y tosiendo sacó una botella de agua de un armario plateado de arriba camino del sofá. Tenía ganas de ver alguna película de miedo, tosiendo, y trago transparente líquido buscando el mando en la maraña de periódicos en la mesita del salón, parando un segundo carraspeando para tomar aire, bebió, y siguió buscando. Otro espasmo, bajo un periódico deportivo hayo el mando a distancia, bebió, carraspeó… Se echó las manos al cuello, no podía, no podía toser, ni respiraba, emitiendo extraños sonidos de fuerza y sintiendo el pálpito de sus pulmones esforzándose por vivir. No podía toser, no podía…

Despuntaba el alba, abriendo los ojos enmarañados como su pelo granate. Abrazada a los muslos, no podía ni quería moverse, las imágenes de una noche ajena cruzaban su mente, y el barrendero en la acera lejana la miraba curioso e indiferente. Bajo el Cabanyal, se quedó dormida, y aquello ya no parecía su mundo. Con suerte, con un poco de esfuerzo, olvidaría el camino a casa, y podría seguir siendo feliz.

2 comentarios:

  1. Un gran relato, me ha encantado de leer y lo volvere a leer, siempre lo hago cuando algo me gusta tanto.

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  2. Uauh! He leído un par de relatos y me han encantado. La verdad que me desanima usted en mi proyecto de abrir mi blog de escritos,jajaja Gracias por pasarse por mi pequeño rincón de música oscura.

    Un saludo!

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